Savoir vivre en Estrasburgo

Las grandes capitales de Europa no siempre nos transmiten una imagen fidedigna de lo que es la vida en los respectivos países. Las metrópolis se parecen cada vez más entre sí y las tiendas de las multinacionales ya son las mismas en todas partes. De esta manera, salvo algunos centros históricos bien conservados o con una determinada particularidad, como es el caso de Ámsterdam, Praga, Venecia o Tallin, el resto es a “grandes rasgos” más o menos similar. Por este motivo, muchas veces también vale la pena visitar ciudades más pequeñas, que en la mayoría de los casos nos deparan más que un par de sorpresas.

El fin de semana pasado volví a Estrasburgo. La ciudad está en la frontera de Francia con Alemania, a poco más de 200 Km. de Frankfurt. Sin embargo, basta con cruzar el Rin para llegar a una ciudad con una atmósfera completamente diferente a sus vecinas inmediatas del lado germano.

Estrasburgo se ubica en la región de Alsacia, que estuvo controlada por los germanos hasta que Luis XIV, o el Rey Sol como me lo presentaron en la escuela, se adueñó de los territorios, que posteriormente pasaron una y otra vez a manos de los alemanes y los franceses. Esta característica le otorga a la ciudad un ambiente singular. Por una parte, todo el mundo habla francés, aunque las casas de madera entramada nos recuerdan más bien a los pueblitos alemanes, aunque con más sentido de la estética.

Por otra parte, las docenas de cafés y restaurantes con terrazas pobladas no sólo de turistas, sino también de franceses, nos muestran algo del llamado savoir vivre típico francés (ambiente relajado, buena conversación, comida exquisita, buen vino, además de mujeres regias y chic). Ante tal oferta, que más se podría pedir para relajarse durante un largo fin de semana.

El casco antiguo de Estrasburgo, que fue declarado patrimonio mundial de la humanidad en 1998, es una excelente muestra de la conservación del patrimonio arquitectónico. Antiguas construcciones albergan las colecciones de elegantes tiendas de moda, restaurantes y otro tipo de comercio sin crear una sensación de que todo ha sido reconstruido para los turistas. La ciudad se muestra viva aunque con un rostro antiguo en pleno siglo XXI.


La catedral por si sola es una atracción. Basta con pensar que su torre de 142 metros de altura fue concluida en el siglo XV y durante varios siglos el edificio más alto del mundo. A su alrededor se reparte una serie de barrios turístico-comerciales, donde se puede disfrutar de la comida de la zona, como la tarte flambée -una especie de pizza en una masa delgadísima-, probar algunos de los vinos de la región, hurgar entre los libros usados o en algunas de las varias tiendas de antigüedades. Todo esto acompañado por melodías de músicos callejeros, que completan una realista postal para los viajeros, que no requieren de ningún esfuerzo para sentir que están en un mundo cargado de tradición.

También se puede pasear en barco por los numerosos brazos del río Ill que atraviesa la ciudad o caminar descubriendo las pequeñas calles y pasajes de la llamada petite france. La ciudad también es además la sede de una serie de instituciones europeas, como el Parlamento Europeo, el Palacio de los Derechos Humanos o el palacio de Europa. Con todo, un buen lugar para conocer algo más de Francia y del viejo mundo.